Sin nada, con todo
No tengo una mente iluminada.
No tengo un corazón puro,
ni un alma grande.
No tengo riquezas.
No tengo poder.
No soy ni fuerte ni grande ni veloz.
No soy un conquistador.
No tengo el liderazgo de un pueblo.
No tengo un linaje ilustre.
No poseo la ciencia,
ni un excelso conocimiento.
No tengo la destreza artística.
No tengo un discernimiento ejemplar.
No tengo una visión,
ni siquiera una visión pequeñita.
No soy santo.
No soy realmente bondadoso.
No tengo una voluntad invencible,
ni una determinación a toda prueba.
No tengo talentos únicos o especiales.
No tengo una belleza afamada,
ni un carisma arrebatador.
No tengo una renuncia perfecta.
No: de hecho no manifiesto
ninguna perfección.
No tengo una ínclita elocuencia,
ni un célebre sentido del humor.
No soy reconocido por ninguna heroicidad.
No soy un sabio, ni un virtuoso.
No siempre tomo el camino correcto,
ni hago siempre la elección adecuada.
Ni, efectivamente, tengo la razón.
No soy completamente honesto, o fiel.
No: me engaño a mí mismo con frecuencia.
No tengo nada impecable que ofrecer.
Ni siquiera soy humilde.
Nada tengo que me ayude a comprender
por qué me amas, Dios mío,
por qué me miras con dulzura.
Tu amor es misterioso.
Te ofreces sin reservas,
dándote del todo;
a mí, por ejemplo, que no soy nada,
que soy esa suma de mediocridades.
Sólo es la verdad, éste es el fuego,
has querido mostrármelo,
aunque yo nada comprenda.
Alabado seas, Dios y amor mío,
que me abrigas desde dentro.
Tu amor es un eterno secreto.