Dícese de un jardín lleno de flores...
Dícese de un cielo eterno en sus colores...
De la mar, de la noche y sus ardores...
Dícese de tantos modestos pormenores...
Que si los aromas del viento, y los olores
que trasporta el corazón enamorado, los sabores
del regazo puchero de la madre, los ofrecedores
descansos de la siesta despreocupada, las estrellas, los amores...
Dícese de estar tirado sobre la arena, de los vivificadores
fuegos en la noche fría, el pan reciente, los miadores
gatos que ronronean en vez de perseguir ratones, y los oidores
silencios, profundos, que abren los senderos interiores.
Dícese de los ojos soñadores
y la risa franca, los llamadores
mutismos del amigo a la cercanía, los esplendores
descalzos del sol sobre la hierba, los campos de trigo, o de saltar aspersores
en la canícula veraniega, y qué hay ¡ah! de los besos amadores.
Dícese de los otros mil valores
que tiene la vida sencilla y plena, la naturaleza, los verdores
de las hojas de los árboles, las siempre firmes montañas, o las labores
de las olas en la playa. La primavera. Los pájaros cantores.
Y también de esa clase de dolores
que te enseñan: ambiciona más el camino que la meta, labradores
del propósito que tengas; y, a veces, del propio éxito redentores.
Del peligro de los aduladores; de conocer a los devastadores
enemigos que viven en uno mismo, toscos, sutiles, perturbadores.
De los hermanos. Los brazos ayudadores,
los abrazos consoladores,
los ratos conversadores.
El vino. El camino largo, el difícil, el bueno, los alcores
que bruñen el amanecer haciéndose novillos, los albores
de la sonrisa verdadera. La guitarra de Antonio en la voz de Vicen.
El piano de Alejandro en la sobremesa. La mirada de María, siempre llena.
Todo es una buena descripción de la Belleza.
Para tí, joven misterioso, que aún no llegas
e iniciaste la senda del encuentro
mi menudo racimo de certezas. Ya te espero.
Y con cuánto deseo, quiero compartirlo como el pan, todo contigo.
(Mi sobrino. Primera imagen suya. ¿Véis cómo sonríe?)